Carta de
nuestro Padre y Fundador, José Kentenich, a su Familia de Schoenstatt
Roma, 13 de diciembre de 1965
Querida Familia de Schoenstatt:
La
próxima fiesta de Navidad nos
impulsa más que nunca a volver la mirada hacia los años pasados. El corazón, el
entendimiento, la memoria y la fantasía se concentran en la fiesta de
Navidad de 1941 y los sucesos que la
rodean. Los puntos de comparación entre los hechos de aquel entonces y los de
hoy son muchos e importantes.
En
el centro se halla el “milagro de la Nochebuena” y la “visión de la
Candelaria”. La Familia está hondamente compenetrada del significado de ambos
acontecimientos, por lo que, es superfluo hacer consideraciones al respecto.
El milagro de la Nochebuena es para
nosotros una intervención singular de lo divino en nuestra Familia, y una
irrupción en el interior de cada uno, como también una manifestación de Dios en
cada personalidad y en la comunidad. Como comprobación exterior y visible de
esta compenetración divina y de la elevación del individuo y de la comunidad,
esperábamos la caída de las cadenas exteriores que pesaban sobre la Obra y
sobre sus instrumentos. Tanto lo uno como lo otro se hizo realidad plena,
durante y después de la primera prisión.
La
segunda prisión, desde 1951 a 1965, hizo que en nosotros se albergaran las
mismas grandes esperanzas y el mismo anhelo. El 22 de octubre de 1965, mirando
retrospectivamente los catorce años transcurridos, pudimos cantar con más razón
que en 1945 nuestro “Cántico de gratitud”. Pudimos constatar que no sólo habían
caído las pesadas cadenas exteriores sino también las cadenas interiores, y en
tal medida, que la Familia aún no tomó conciencia de cuán grande es el espíritu
de la propia libertad a fin de estar disponible para Dios, su voluntad y sus
deseos.
Aún
hoy no comprendemos totalmente cómo se ha realizado la nueva imagen del Padre, del hijo(a) y de la comunidad. Es una
realidad que, esperamos, llegue a ser un
regalo perenne para todas las generaciones de nuestra Familia. Esto no
significa que hasta el momento no hayamos poseído una idea clara de esta triple
imagen. Además sabemos que los rasgos particulares, año tras año, se grabaron y
se acentuaron más en cada individuo y en la comunidad. Asimismo, sabemos que
esta triple imagen será, hasta el fin de nuestra vida, capaz de desarrollarse y
transformarse, hasta que en la visión beatífica (en el Cielo) adquiera su forma
definitiva. Pero no debemos dejar de ver cuán profundamente se hizo realidad
esta transformación al término de la segunda prisión.
Esto
es válido, en primer lugar, para la
imagen del Padre. Dios fue siempre, para nosotros, el Padre del amor. Lo
demuestra la marcada acentuación de la ley fundamental del mundo que ha
determinado y compenetrado desde un principio el espíritu de nuestra Familia.
Sabemos, no sólo teórica sino también prácticamente, que la razón del obrar
divino es, en último término, el amor. Todo lo que de Él emana proviene del
amor, actúa por medio del amor y para el amor. Siempre consideramos que nuestra
misión especial es hacer de esta ley divina, de esta ley fundamental del mundo,
la ley de nuestra vida y educación. Sabíamos también que en ese amor de Dios
teníamos que incluir como característica fundamental, su misericordia. Pero lo
que resulta nuevo para nosotros es la grandeza extraordinaria de ese amor
divino y misericordioso.
Hasta
ahora nos guió más la creencia en el amor justo de Dios, es decir, en cierto
modo pensábamos que merecíamos ese amor a causa de nuestras buenas obras y
sacrificios de toda índole. Seguiremos manteniendo esa confiada convicción y nos esforzaremos por alegrar al
Padre celestial de esta forma; pero, tratándose de la valorización de nuestras
obras, tenderemos a no conceder tanta importancia a nuestra cooperación
personal.
Lo
más importante para nosotros es Dios: el Padre y su amor misericordioso. Como
venimos enseñando desde el comienzo de la historia de nuestra Familia, Dios no
nos ama porque nosotros seamos buenos y
nos hayamos portado bien, sino precisamente porque es nuestro Padre. Porque su
amor misericordioso fluye con más riqueza hacia nosotros cuando aceptamos con
alegría nuestros límites, nuestras debilidades y miserias, porque las consideramos
como razón esencial para que su corazón se abra y nos compenetre su amor.
Por
eso, en lo sucesivo, y más que nunca, reconoceremos tener ante Dios dos
derechos: su infinita misericordia y nuestra miseria insondable. Con agrado
unimos las manos y rezamos: “Querida Madre y Reina tres veces Admirable de
Schoenstatt, vela para que nos experimentemos hijos del Rey, hijos miserables y
dignos de misericordia, y de este modo vivamos convencidos de que somos
predilectos del amor paternal e infinitamente misericordioso de Dios Padre”.
Con
esto hemos descrito, a nuestro modo, la imagen paternal de Dios que tuvo Santa
Teresita del Niño Jesús (de Lisieux) y la hemos elegido como ideal. Tal como
ella quisiéramos ser, en adelante, no tanto una ofrenda de la justicia, sino
una ofrenda de la misericordia. Es decir, que no nos apoyaremos tanto en lo
bueno que hayamos hecho, ni en el derecho a una merecida recompensa, sino que
confiaremos en todas las circunstancias en la infinita misericordia del Padre
Dios y también en nuestra propia miseria, en tanto la aceptemos alegres y
seamos conscientes de que así- y de un modo especial- atraeremos la
misericordia de Dios sobre nosotros, sobre nuestra Familia, sobre la Iglesia y
el mundo entero. “La Santificación de la Vida Diaria” lo expresa diciendo que la debilidad conocida y reconocida del hijo
se convierte en la omnipotencia del hijo y la impotencia del Padre.
Con
esto queda caracterizada, simultáneamente,
la nueva imagen del hijo: es la que pudimos vivir, experimentar, en los
últimos catorce años y que queremos legar a las generaciones venideras.
Nuestra
imagen de la comunidad manifiesta
rasgos supratemporales enmarcados en el contenido integral de nuestra Alianza
de Amor. Desde un principio supimos que al hacer la Alianza de Amor con nuestra
querida MTA deberíamos considerarla como expresión, protección, seguro y medio
para llegar a la Alianza de Amor con la Santísima Trinidad y también entre
nosotros. Año tras año experimentamos profundamente los estrechos vínculos que
han surgido por todas esas Alianzas. Y como normalmente el grado de alianza
entre nosotros estuvo determinado por el grado de alianza con el mundo
sobrenatural, nos resulta fácil constatar que al finalizar la segunda prisión,
la mutua fusión de corazones entre el Padre, la Madre y los hijos y de los
hijos entre sí, adquirió una profundidad misteriosa y fecunda que sólo puede
comprenderse hasta cierto punto, a la luz de la fe y sobre la base de la
realidad de la intervención divina.
Hoy,
para nosotros, es algo lógico saber que todos formamos una inefable comunidad
de destinos, de misión y de corazones, como resulta difícil hallar en otra
parte. Todos han llevado la misma cruz, la cruz que desde la eternidad estaba
pensada para el Padre de la Familia y que, a su debido tiempo, fue colocada
sobre sus hombros. Y el peso de la cruz disminuyó porque nadie tuvo que
llevarla solo. De esta forma vivimos en
una comunión espiritual con, en y por
los demás, que nos hace comprender cuál es la imagen del hombre nuevo en la
comunidad nueva. Al mismo tiempo, presentimos que nos acercamos a un ideal
al que aspira la Iglesia del mañana, impulsada interiormente y –con derecho-a
que se le pueda aplicar el elogio: “Mirad como se aman”.
Si
miramos a vuelo de pájaro los años pasados, y vemos el resultado de las
disposiciones y conducciones divinas, naturalmente se despertarán y
profundizarán en nosotros dos actitudes fundamentales: en primer término, la
actitud de una inmensa y profunda
gratitud. Agradecidos quisiéramos tomar las manos de nuestra querida Madre
y Reina tres veces Admirable de Schoenstatt como expresión visible de las manos
de la Santísima Trinidad. También queremos agradecernos mutuamente por la
fidelidad con la que llevamos la cruz comunitaria, prometiéndonos permanecer
fieles en el amor.
Todos
los regalos que recibí al cumplir ochenta años, regalos de todas las ramas y
miembros de la Familia –que agradezco de todo corazón- los considero como un
símbolo de la entrega indisoluble de sus corazones a mi persona, como exponente
de la Familia y transparente de la Santísima Trinidad. Yo sé que así lo
consideraron ustedes. Sé también que fueron símbolo de su propio corazón. El
ofrecimiento y la aceptación expresa, por eso, una mutua fusión de corazones en
un grado poco común dentro de la historia de la salvación.
Evidentemente,
la sabiduría paternal de Dios y la preocupación maternal de María exigen la
vivencia de esta nueva comunidad como ejemplo de la nueva convivencia de la
Iglesia, vivencia que los Padres conciliares desean tan fervientemente para la
Iglesia en la nueva ribera y a la cual todos quisieran llegar.
Resumiendo,
vemos que el corazón y el alma no se cansan de repetir la oración de
agradecimiento:
“Gracias
por todo, Madre,
todo te
lo agradezco de corazón,
y quiero
atarme a Ti
con un
amor entrañable.
¡Qué
hubiese sido de nosotros
sin Ti,
sin tu cuidado maternal!
Gracias
por que nos salvaste
en
grandes necesidades;
gracias
porque con amor fiel
nos
encadenaste a Ti.
Quiero
ofrecerte eterna gratitud
Y
consagrarme a Ti con indiviso amor.” (Hacia el Padre, Pág.
178)
Tal
como lo hacíamos antes en situaciones similares, tampoco ahora olvidamos el
axioma: dones son tareas. Lo que
heredamos de nuestros padres queremos conquistarlo para poseerlo, y
transmitirlo a las generaciones futuras como un bien sagrado de la tradición.
Resumiendo:
este año el milagro de la Nochebuena se hizo realidad en un grado nunca
alcanzado hasta ahora. Esto garantiza que año tras año será más perfecto, hasta
que la Familia viva su prolongación en la Eternidad. Será algo inefablemente
profundo y hermosos cuando podamos saborear y gozar eternamente en nuestro “Schoenstatt celestial”, la nueva
imagen del hijo, del Padre y de la comunidad. Cuando se hayan hecho realidad
las palabras de San Agustín; “Videbimus et amabimus in fine sine fine” (“al final, amaremos y contemplaremos
sin fin”)
En
torno a la fiesta de Navidad de 1941 se halla de un modo eminente la visión de la Candelaria (Fiesta
del 2 de febrero: La presentación del Señor al Templo e iluminación de Simeón.
Lc. 2, 25-35).
Sabemos cómo interpretarla y cómo lo hicimos en aquel entonces y sabemos
también cuál fue la forma que adoptó al final de la primera prisión. Desde
entonces aspiramos a la visión de la Candelaria para el Santo Padre, el Papa;
es decir, para que él tenga una visión más profunda de la originalidad y
espiritualidad de Schoenstatt.
En
el futuro, los historiadores deberían examinar y exponer lo que en ese sentido
se ha hecho y sacrificado en el transcurso de los catorce años pasados. Las
generaciones venideras se asombrarán ante la inquebrantable constancia con que
la Familia supo afirmar este misterio y realizarlo.
Al
final de la segunda prisión, podemos constatar con gran alegría que le fue
regalada al Santo Padre –y no en un grado mínimo- esta visión de la Candelaria
tan ardientemente anhelada. Sólo así se explica que todos los decretos hayan
sido anulados y, más aún, sólo así se entiende el modo en que se realizaron los
hechos, es, una vez más, un fruto precioso de los ricos acontecimientos del
pasado.
Y
sería útil que tanto los miembros como las ramas de la Familia trabajaran
intensamente para que los obispos y cardenales de todos los continentes
comprendieran dicho misterio.
Quien
piense todo esto, en la fiesta de Navidad caerá de rodillas y confesará con
alegría: “¡Que hubiese sido de nosotros sin Ti!”, es decir, sin la conducción
sobrenatural, incluidos los duros golpes de destino que la sabiduría divina y
maternal previeron para la Familia.
El
círculo dirigente reunido aquí en Roma, vive de las grandes realidades
señaladas en esta carta. Día tras día, trata de penetrar más profundamente en
las conexiones internas para entender mejor los planes divinos. Cuanto más
plenamente se siente la luz divina, tanto más se acentúa la necesidad de fijar
–en adelante- un día al mes para recordar el gran acontecimiento que estamos
viviendo*, para postgustarlo en forma renovada. Por lo tanto, se trata de un
día de recuerdo y renovación, además del 18 y del 20 de cada mes, que lleve a
toda la Familia hacia el mundo sobrenatural y hacia los hitos.
Al
enviar a cada miembro y a cada rama de la Familia, cordiales saludos para
Navidad y Año nuevo, anhelo con ello la bendición de Dios sobre todos nosotros,
en el sentido de los años pasados y sobre nuestra misión para el futuro.
Con un saludo cordial y mi bendición
sacerdotal,
José Kentenich.
* El 22 de cada mes, se recuerda como “día de
gratitud”, así como el 31, “día de la
misión”.
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